Partículas suspendidas. El cuadro pantalla y los condenados de carácter 2020

Mara Urrutia, Remanentes, 2020.

Este texto postcuratorial se dedica al conjunto de trabajos de los egresados como Artistas Visuales de la Universidad Diego Portales generación 2020, reunidos en la plataforma https://caracter.udp.cl/. Además de ser una generación formada en las mismas condiciones académicas, la obra de estos autores, estuvo sometida a condiciones de producción similares y radicales, a saber, el anómalo encierro durante el primer periodo de la pandemia, que demarca, como busca explicitar el texto, las formas y operaciones que invertirán en sus trabajos de título.

Más allá de ser una generación académica, de compartir transcursos, un espacio que los forma (y deforma) con reglas, referentes y referencias y todo lo que hace de una escuela una escuela, el microuniverso de trabajos agrupados bajo el nombre de Carácter 2020 se unió en la empatía de un tipo de tiempo compartido. En la soledad, tras las puertas cerradas por dentro y el bucle interminable de tareas domésticas que marcaban el paso del reloj, esa sensación de suspenso que parecía dilatar el tiempo vital durante los meses más inciertos del 2020, fue el espacio de internación de la producción de obra, el escenario para el desafío de volver la realidad –aquella que además entregaba muy poco material– un espectáculo a desmantelar.

En medio de ese esfuerzo, las pantallas interpelan a esta generación. Una condena que las deja como testigo primordial y archivo de obras-documentos, pieza crucial, deseada o en desgana, para la investigación que la generación de estudiantes llevó a cabo durante el encierro. Aquella prótesis, matriz de conocimiento y comunicación –la pantalla y sus hijos, las imágenes–, se convirtió en un lugar para reflexionar esta dimensión específica y particular del tiempo que se abría, en un atiborrado y desorientado presente, como contexto. “¿Puedes ver la profundidad en mí?” preguntaron las pantallas, a lo que muchos artistas respondieron con estas y otras obras.

El tiempo se vivió de una manera específica durante el año 2020, una particularmente no-histórica, esto es, sin fluidez entre el pasado y el futuro. La pandemia parecía negar cada vez más la asimilación de los acontecimientos. La posibilidad de integrar lo experimentado y de mirar hacia delante, parecía minado. Una compresión, podemos decir, que radicaliza un diagnóstico que ha ido y venido respecto al tiempo histórico en las culturas contemporáneas, su énfasis en el presente[1].

La suspensión o suspenso compone entonces parte integral de este microuniverso de obras. Una versión de la realidad confinada donde los temas, soportes y estrategias a veces coinciden tan bien que pareciera se trataran de un mismo cuerpo o un mismo cerebro sometido a la misma parálisis. Responder a los impulsos con reacciones coordinadas o conducentes de ese tiempo suspendido es lo que creo hace de esta una generación de artistas visuales. Y de esto, considero, son diagnósticos y metáforas las obras.

Valentina Valenzuela, N & N, 2020.
Enid Bravo, Caos infinito, 2020.
Scarleth González, Máscaras, 2020.
Jenniffer Mansilla, Cápsula, 2020.
Antonia Parra, Somos, 2020.

Así, lo que comparten estos nombres no es tanto una posición frente al contexto catastrófico de la pandemia –de hecho no encontraremos los grandes temas que vemos reiteradamente en la agenda del arte contemporáneo; desigualdad, crítica feminista, decolonialidad, crisis medioambiental, etc–, sino una porosa sensibilidad que aparece en un tiempo ralentizado, bajo zonas de sensopercepción que esta nueva temporalidad abre a la experiencia: la relación con ese tiempo presente tiñó los sentidos y la sensibilidad… con la pantalla como tercer ojo. Por esto, dicha suspensión se tradujo en una conciencia vertida sobre el alrededor inmediato, hasta volver raro lo ordinario, como si se viera por primera vez.

Ante el colapso de diversas crisis arrastradas que venían acumulándose desde antes de la pandemia (consumismo, desigualdad, automatismo, cansancio, falta de sentido) no es raro que esta temporalidad suponga un súbito refugio, considerando su cadencia pausada, cargante, espaciosa y suspendida, que definía la rutina diaria dentro de un presentismo radicalizado. 

Desde la obra como radiografía experiencial del encierro, desde un “arte del confinamiento”, el punto inicial, aventuro, es el cómo se experimenta ese tiempo a escala humana. La escala individual subjetiva en una escucha más aguda hacia los fenómenos de nuestro alrededor. Esta misión es pertinente para el arte, considerando que justamente nos encontramos en “la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas” como dice Byung-Chul Han. «Es la información –continua– no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral» (Han, 14).

En medio de un entorno sobrerrepresentado, sobrecargados de imágenes que se superponen, muchas veces nos vemos desorientados y confundidos. En un mundo neurótico, agitado, cada vez más documentado, copiado y compartido, la imagen, también, crea realidades alternativas. Y esa realidad comienza una desaceleración forzada.

Amanda Saenz, Frames, 2020.
Ariel Vargas, Componer/ Descomponer/ Recomponer, 2020.
Daniela Fuentealba, Diario de una resiliente, 2020.
Clara Catillo, Le Fou, 2020.
Sofía Pucher, Tío Fletch, 2020.
Katherine Canales, Onomatopeya, 2020.
Pablo Prado, Sin título, 2020.
Nicole Moraga, Inter-habitar, 2020.

Al menos seis cuestiones características vale la pena mencionar presente en los trabajos que componen esta exposición; la condición abstinente, representaciones cargadas de falta y estados que refieren a la abstinencia (melancolía, ansiedad, aburrimiento y desidia); la topología espacial, movimientos y relaciones en el espacio próximo cotidiano, que resulta absolutamente permeado e inundado por las acciones que el y la artista realizan, haciendo una especie de de “etnografía  de sí”; el uso de la memoria personal, donde lo biográfico, íntimo, familiar (mediante objetos y materialidades que portan una carga emocional) aparecen siempre de manera muy tímida como un recurso para “sostener” el presente; y la momentánea desubjetivación, una especie de búsqueda de fundirse y desaparecer a modo de desborde de uno mismo, mediante figuras concretas, como lo que se difunde, lo que cae, lo que de desintegra.

Claudio Campos, Cruzar a nado el Estrecho de Magallanes, 2020.
Giselle Contreras, Nokia: sin servicio (ansiedad), 2020.
Dominga Mery, Boceto 3, 2020.

A estas seis cuestiones podemos agregar otras más, como la figura de la casa. Tal como describe Bachelard en Poéticas del espacio, este es un lugar fundante, el primer lugar habitable antes que el mundo, más acá del mundo: en el orden de la existencia, antes de salir al mundo está la casa. Es en este espacio de resguardo donde la persona puede llegar a enroscarse en los pliegues sobre sí a la manera de una concha. Y solo habita intensamente quien se ha acurrucado. Al mismo tiempo, tal como vemos en algunos trabajos, el espacio puede ser ser motivo de extrañamiento y un lugar para el terror.

Otra cuestión es la búsqueda de la profundidad en las cosas, las meras cosas. Es interesante el lugar que hoy las artes visuales pueden cobrar ante la necesidad de “repatriar” al objeto como matriz de comprensión del mundo. Tradicionalmente, se le permite hablar a las cosas, sobre todo para dar testimonio de las intenciones y acciones humanas en las cuales ellas mismas tienen su origen, pero no acceder a la médula de las mismas. Como cuenta el texto “Por qué no hemos olvidado de las cosas” de Bjørnar Olsen, la historia de desprestigio de lo material es larga y comienza con el iluminismo en el siglo XVII, desde la creencia de que la mente y sus ideas superan cualquier realidad tangible[2].

Todo esto puede sintetizarse diciendo que lo que tenemos en estas obras es un extrañamiento del tiempo y el espacio (un distanciamiento ante las prácticas y objetos cotidianos), como si un interés fenomenológico se hubiese apoderado de la consciencia. La insistencia en trabajar relacionando (y jugando) lo micro y lo macro, con escalas 1:1 y 1: ∞, entiendo, apelan a buscar una profundidad en lo que parece mínimo e intrascendente, como si se traspasara el tiempo, desbordado de conciencia, haciendo aparecer y desaparecer el yo en ese camino.

Refuerzo la importancia de cómo este tiempo suspendido inclina las decisiones artísticas y la sensibilidad común del grupo, si evaluamos el asunto en términos históricos. Si echamos mano a las repeticiones y la larga duración en medio de pestes, virus y pandemias en el pasado, veremos que el arte cumple con una función principal: representar la muerte[3]. Pero aquí no encontramos eso. La evasión de la muerte como un fenómeno público y visible, que determina la vida contemporánea se repite en la pandemia, permaneciendo la muerte escondida tras las cifras burocráticas y la instrumentalidad entremedio de sus cuerpos caídos.

En Carácter 2020 no se tematiza la reflexión o el drama moral frente a estos asuntos, sino a los problemas de la percepción, la vida psíquica, la construcción del conocimiento y la sensibilidad, que en este sentido operan en una dimensión distinta al tiempo cronológico. No se trata necesariamente de obras apolíticas, sino de preferir un lugar primario de creación que involucra más al individuo con su experiencia inmediata.

Relaciono esto a aquello que Susan Sontag describía en la relación de los románticos con la tuberculosis, a propósito de la enfermedad y sus metáforas, como una experiencia de “ensanchar la conciencia”: todo pasa por un momento de repliegue sobre sí mismo. No obstante, ahora esto sucede con la pantalla y sus imágenes, como parte de esa consciencia y su efecto en la realidad inmediata. Como recuerda Hito Steyerl «la relación entre representación y realidad se ha transformado. El orden ya no significa que primero pasa una cosa y como consecuencia obtenemos una imagen. Por el contrario, primero tenemos la imagen y luego ocurre algo. De algún modo la cadena de causalidad se ha invertido» (Steyerl, 32).

De la selección de los 18 artistas, Gisel Contreras y Pablo Prado, serían los condenados de la pantalla por antonomasia. Ambos tematizan la imagen tecnológica desde y con aparatos. En este sentido, vemos una relación que inicia en la cultura material, el objeto de uso, y lo abstrae, buscando una profundidad inédita, para transformar todo a su alrededor en un vacío, dejando la imagen en su versión pobre. En un conjunto de pinturas hechas sobre superficies precarias de tela sin bastidores, Pablo Prado invierte esa misión en el procedimiento de factura para llegar a la imagen que vemos. Su trabajo inicia en la pantalla, donde sintetiza los aparatos que reconoce y capta en los escenarios cotidianos de los otros. Cables, cargadores, celulares, son luego trasladados a la pintura, devolviéndoles la materia en formas que persiguen un grado de abstracción. Los aparatos sin gravedad y sin escenario (contexto), quedan flotando o cayendo, se separan y desintegran.

Pablo Prado, Sin título, 2020.

Por su parte la ambigüedad de la imagen y la comunicación como un conflicto que las somete, son cuestiones transversales en el trabajo de Gisel Contreras. En sus dos piezas audiovisuales de 1 a 2 minutos de duración, la imagen se actúa como ente que es huella y carga con su coeficiente de pérdida, algo que Contreras explicita en su memoria de título. Esta discusión es interesante, la pérdida de la “imagen pobre” aquel reducto digital de mala calidad y resolución que viaja –por internet– siendo “comprimida, reproducida, ripeada, remezclada, copiada y pegada en otros canales de distribución”. Steyerl llama a pensar no solo su contenido, sino también su pueril materialidad, siempre disponible. En esa disponibilidad de la imagen pobre, un “frecuente desafío al patrimonio”, reside su politicidad.

Gisel Contreras en el texto y Pablo Prado en las cualidades de la composición/fondo, explicitan una idea de vértigo o abismo, ¿metáforas de “la nada”? Pero al mismo tiempo sugieren pausas que ayudarán a buscar un respiro dentro de tanto automatismo frente a las pantallas.

El “copiar/cortar/pegar” de Ariel Vargas, Sofia Pucher, Enid Bravo, todavía en el terreno de la imagen, utiliza a la repetición, el fragmento, recomposición y la serialidad obtenida de los montajes y recomposiciones como estrategia compartida, así como también a la idea de lo continuo. Fragmentos que no terminan ni empiezan en un lugar determinado y que al mismo tiempo son susceptibles a la continuación.

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Giselle Contreras, Nokia: sin servicio (expectativa), 2020.

Del lado de la memoria, al modo de “usted está aquí”, Amanda Saenz y Valentina Valenzuela ensayan y desarrollan una obra particularmente indisociable de su medio, el fotográfico. Ambas presionan al medio con gestos muy direccionales, para que hable, muestre y dé cuenta de las ausencias. Son imágenes cargadas de emotividad trasladada al soporte que contiene la imagen como un material sensible. Como si el recuerdo quisiera soportar el presente.

Por su parte, Amanda Saenz interroga al estatuto de la imagen, que inicia en la recopilación de archivos en medios combinados y superpuestos de fotografía análoga y vídeo en VHS. El paisaje y el retrato (temas tensionados en la historia del arte en la relación entre pintura y fotografía) arman un sofisticados collage en sus videos: la artista toma los registros fotográficos que su mamá realizó durante más de una década, recogiendo  distintos momentos, fiestas y viajes familiares. Las imágenes se superponen y fragmentan, como si pasaran por una autopsia. El elemento del sonido que emula el aparato nos va sacando de la inmersión en el paisaje o el motivo capturado. Existe, entonces, una tensión entre la imagen fotográfica y la imagen en movimiento, su origen travestido mediante las intervenciones, alteraciones, capas y texturas. Hay algo que nos mantiene pacientes, una intimidad sugerida y una imagen que no termina por aparecer y luego se escabulle.

(imagen)

Amanda Saenz, Frames, 2020.

Obras silenciosas que susurran una pregunta. ¿Qué apariencia adquiere la imagen cuando se vuelve, en sí misma, su configuración visual y su fidelidad realista, un contenedor del recuerdo? ¿Cuándo se presta al servicio de la memoria? ¿Qué debe de ella deformarse para poder ser padecida? Hacer presencia y hacer desaparecer se turnan en la superficie de la fotografía.

Sandra Parra, Daniela Fuentealba, Clara Castillo y Scarlet González generaron un grupo de trabajos que exploran la dimensión interior del yo, un yo que se repliega y se expande hacia el inconsciente, invocando lo ominoso, traumático y siniestro en un terreno onírico/fantástico y en casos de dos de estas obras en un trabajo profundamente material. Una serie de imágenes y objetos resueltos en estrategias que parecieran beber de una herencia expresionista y surrealista, amarrado en materialidades domésticas y referentes visuales de imaginarios siniestros.

La ficción de Scarlet González la invierte en sus máscaras o versiones enmascaradas de sí misma, como un objeto expresivo que libera los efectos del encierro en el espacio doméstico, entendido ahora como escenografía de un chiste, que va en serio, de la angustia mental.

Se dice que para artistas como Edvard Munch, un claro referente de este trabajo, el retratarse obedecía a una necesidad existencial, de tener una certeza de la propia existencia, de sentirse a sí mismo en una tela o una fotografía[4].

(imagen)

Scarleth González, Máscaras, 2020.

Este grupo nos recuerda a un tipo de arte que transhistóricamente se ha nutrido de la relación creatividad-psicopatología. Alteraciones de la sensopercepción que son traspasadas a los medios artísticos para sacar esas dimensiones inquietantes del yo, que en tiempos de normalidad permanecen domesticadas. Habría que preguntarnos en qué van algunas de las clásicas ideas que han rondado la historia del arte entre el sufrimiento y la creación.

Deslizándose hacia el porcentaje de paisaje que desean Nicole Moraga, Katherine Canales, Claudio Campos y Mara Urrutia juegan con las escalas y la mediación del entorno. Lo traen, lo encierran, lo capturan. Hay una búsqueda poética mediante un mecanismo de acercar y hacer zoom. Una escucha aguda, como si en la parte que queda pudiéramos encontrar el todo.

(imagen)

Claudio Campos, Cruzar a nado el Estrecho de Magallanes, 2020.

El trabajo de Claudio Campos aborda la sintonía entre imagen y palabra. El territorio de la ciudad y las imágenes generadas por los dispositivos virtuales de estas, son el espacio para una poesía visual georreferenciada. La navegación por Google Maps y la residencia del artista en una nueva comuna de Santiago, que por la pandemia no podía explorar lo sumen en una especie de deriva, donde solo se es capaz de reconocer el imaginario acuático en sus calles aledañas a través de Google Maps: mares, lagunas, lagos, ríos, puertos, islas, bahías, el estrecho de Magallanes y el Canal Beagle, lo llevaron al punto/hito geopolítico donde literalmente el Océano Pacífico y el Océano Atlántico se cruzan. El video de Campos, entonces, emula a este nadador de aguas abiertas.

La carrera por hacer el mundo medible a través de las artes cartográficas, no ha dejado territorio que se escape al ojo pseudodivino del GPS. Gracias a los satélites, inmediatamente estamos en cualquier lugar en cualquier momento. La imagen fotográfica monumental, siempre actualizada, de la Tierra desde lejos es parte de la misma historia de construcción de elementos para el dominio (navegación viene de nave, que a su vez significa “encontrar camino”, referida igualmente al mar, aire e internet).

El nadador se hace un nuevo paisaje en su navegar, allí se habla otro idioma, las calles se miden en palabras y el horizonte es indomable. En el entorno de Claudio Campos no cabe la idea del geopoder. Por su parte, la imagen digital se resiste a ser plana, apelando a la búsqueda, al recorrido y la profundidad.

Finalmente, Jeniffer Mansilla, Antonia Parra y Dominga Mery se abocan a un cuerpo que se funde, un cuerpo deforme, cansado, diluido, fuera de sí, dentro de otro, confundido con otros cuerpos. En sus obras, otra forma de efecto del confinamiento se tradujo en el uso del propio cuerpo como un ente que literalmente se diluye. La primera de ellas propone un giro sentimental hacia los objetos. La obra nos enmarca dentro del fenómeno de una repatriación de las cosas: “prendas del día a día, ahora en su cercanía: estar con ellas, reflexionar sobre las historias, y memorias que guardan en su interior” dice Jenniffer Mansilla. El uso del cuerpo está aquí al servicio de este hacer vivir lo aparentemente inerte y mundano.

«Hoy las prácticas que requieren un tiempo considerable están en un trance de desaparecer. También la verdad requiere mucho tiempo. Donde la información ahuyenta a otra, no tenemos tiempo para la verdad. (…) todo lo que estabiliza la vida humana requiere tiempo (…) entre las prácticas que requieren tiempo se encuentra la observación atenta y detenida. La percepción anexa a la información excluye la observación larga y lenta. La información nos hace miopes y precipitados. Es imposible detenerse en la información. La contemplación detenida de las cosas, la atención sin atención, que sería una fórmula de la felicidad, retrocede ante la caza de información» (Han, 19). La desaceleración es así una operación escasa y preciada como expresa la cita de Byung-Chul Han. Considero la selección va en esta línea: obras directas, pero liberadas de la pretensión, honestas, donde viejos conceptos como individualidad y melancolía se ven resucitados.

Bibliografía

Aravena, Pablo. (2015). Archivo… el pasado que no cabe en la historia. (Ciudad): (Editorial).
Han, Byung-Chul. (2021). Las no-cosas. Madrid: Taurus Editorial.
Steyerl, Hito. (2015). Duty-Free Art. Catálogo Museo Reina Sofia. Disponible en https://www.museoreinasofia.es/sites/default/files/publicaciones/textos-en-descarga/hito_steyerl_duty-free_art_baja.pdf.


[1] Definición del historiador Pablo Aravena. Continúa: «El presentismo se ha definido así: “ preponderancia de la categoría del presente sobre las del pasado y el futuro, produciendo una espacialización del tiempo. Si se puede seguir invocando el pasado y el futuro, sólo en términos históricos: el pasado como patrimonio, está decidiendo en su fragmentación monumental o como motivo de consumo, y el futuro como un tiempo catastrófico que hay que evitar» (Aravena, 15).
[2] En el racionalismo kantiano encontramos la esencia de esta negación. En el siglo XX,  antropólogos, sociólogos, arqueólogos y filósofos coinciden que se trata de un siglo que “se olvidó de las cosas”: luego de la industrialización y el marxismo no habría algo más indigno que los objetos (el fetiche), aunque podríamos decir lo mismo de Freud y el concepto del inconsciente, dice Olsen. 
[3] Algunos ejemplos clásicos: El triunfo de la muerte (1562), obra de Pieter Brueghel, El Retrato de Hendrickje Stoels (1654) de Rembrandt, su compañera demacrada por la peste, Antonio Zanchi La Virgen se aparece a las víctimas de la peste (1666) pero también Tiziano, Durero y un largo etcétera. Incluso a la epidemia del VIH SIDA en los retratos de Nan Goldin de sus amigos infectados, las instalaciones Félix González-Torres física o metáforicamente vemos la referencia a un cuerpo que se consume por la enfermedad.
[4] En el año 1981, Munch registró en su diario la concepción de su más famosa obra El grito: «Estaba caminando con 2 amigos. Luego el sol se puso, el cielo bruscamente se tornó color sangre, y sentí algo como el toque de la melancolía. Permanecí quieto, apoyado en una baranda, mortalmente cansado. Sobre el fondo azul oscuro de la ciudad, colgaban nubes rojas como sangre. Mis amigos se fueron y yo otra vez me detuve, asustado con una herida abierta en el pecho. Un gran grito atravesó la naturaleza».

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