Francisco Belarmino, Narciso, 2019.

El COVID-19 nos ha modelado para estar constantemente vigilantes a las características epidemiológicas de nuestro rostro. Mientras estamos en público cubrimos nuestras vías respiratorias, mantenemos nuestras manos y rostro separados, nos alejamos de los demás y evitamos expirar en su dirección. Después de oleadas de negación y resistencia, eventualmente nos ponemos una máscara. Inhabilitados para reunirnos en la vida real, nos vemos los rostros en comprometedores softwares de video conferencias, tan inseguros como corruptos. Las “retículas faciales” son ahora nuestros espacios públicos. La manera en que nos miramos ha cambiado para siempre.

Mientras tanto, la evolución del tiempo profundo opera en un registro completamente diferente: la contaminación está modelando lentamente nuestras vías respiratorias; las inyecciones de Botox inhiben nuestra inteligencia emocional colectiva; extraños círculos de retroalimentaciones se mantienen renegociando nuestra relación con las pantallas a través falsas profundidades, abstracciones de reconocimiento facial y filtros de rostros. Pero aún necesitamos traer con nosotros una imagen de nuestro rostro en el bolsillo, pese a que de hecho ya llevamos nuestro rostro real a todos lados.

La expresividad se vuelve una alta funcionalidad al disolver al individuo en un rostro compartido colectivamente –el rostro de una idea o ideal–. Un pasamontañas en Moscú, una polera negra en Sao Paulo, el conjunto de máscaras faciales y escudos usados por los manifestantes estadounidenses, una mascarilla médica en Hong Kong. En todo el mundo, las leyes de emergencia han sido diseñadas para evitar que las personas cubran su rostro durante las protestas y así sortear la identificación individual. Una primera función de la máscara es proteger a quien la usa de las amenazas físicas (polución, virus, gas lacrimógeno), pero en una protesta una máscara es también un medio para proteger la identidad de su portador.

Empezamos a pensar que tal vez el rostro, concebido como el más personal y distintivo rasgo usado para identificar y reconocer a otros, ha sido siempre un proyecto más que humano. Viviendo a través del avance de los dramas mundiales, reflexionamos acerca de las formas en que el rostro es una herramienta de un sistema relacional más que un significante individual. ¿Cuáles son las maneras en que el rostro está operando y operará como infraestructura compartida? ¿Cómo puede ser pensado como una interfaz para proyectos atmosféricos, ecológicos y epidemiológicos? ¿Hacia dónde irá el rostro?

El rostro es una historia de terror

Una de las visiones no solicitadas del COVID-19 ha sido el aumento de la percepción de los flujos de partículas que empujamos dentro y fuera de nosotros, del orden en que nuestras manos tocan las superficies, el agua, el jabón, la tela y el rostro. Hoy la manilla representa una amenaza existencial, especialmente cuando se acompaña de una nariz que pica. Todos nos sentimos algo desnudos y frágiles sin una tela cubriendo nuestras vías respiratorias, incluso si no es más que estirar una bufanda del cuello y llamarlo equipo de protección personal. Nuestro sistema inmunológico insuficiente solicita una rápida adaptación profiláctica, revelando cuán poroso, contaminado y amenazante es cada uno de nosotros. En resumen, los humanos han redescubierto cómo el rostro es un vector del horror.

A medida que transcurre la saga del COVID-19, las ciudades occidentales avanzan a través de oleadas de respuestas emocionales. Usar la máscara en sí amenaza el sentido de la normalidad. La máscara en el rostro despersonaliza a tal grado que las personas parecen estar dispuestas a contagiarse del virus para evitar usarla. La respuesta contra el uso de la máscara es casi tan volátil como la respuesta hacia el virus mismo. En febrero, quienes usaban máscara en occidente eran ridiculizados por ser fashionistas, nada más que los adoptantes de una tendencia se enfrentaron a la ira y el desdén –portadores de noticias no deseadas–. Para abril, estaba claro que la adopción masiva del uso de máscara era indispensable para aplanar la curva.

Francisco Belarmino, I see myself as an image, 2017.

¿Cuales miedos?

Los rostros son información así como dispositivos que expresan: cubrir el rostro es un desencadenante primitivo. En una sociedad tan preocupada por la transparencia y la expresión, esto es un problema. La repulsión proviene del hecho de que las máscaras revelan la morbilidad intrínseca de nuestro diario vivir: el miedo repentino de que no sea seguro respirar, y que nuestras interfaces biológicas en la ciudad podrían no protegernos correctamente de un virus mortal y contagioso, o de contaminantes nocivos (ya que la letalidad de la primera está fuertemente correlacionada con la segunda).

Tal vez la máscara es el memento mori para Occidente, un claro recordatorio de la muerte de una cultura que la mayoría del tiempo ha experimentado un crecimiento exponencial a través de gráficos PIB per cápita, no el número de exceso de muertes por millón. Quizá es el recuerdo de la fragilidad asociada con estar en hospitales, o los no tan lejanos traumas de guerras mundiales durante las cuales soldados, niños y ciudadanos usaron máscaras de gas.

O tal vez lo que es tan inquietante es la perspectiva de la obediencia. La civilización occidental está construida en base a ideales de libertad personal e individualidad. Estos pilares son tan centrales en la cultura occidental que cualquier intento por disminuirlos es tomado como una amenaza existencial. Las máscaras no alimentan los mismos miedos que la vigilancia, pero de alguna manera provocan la misma reacción: una ferocidad duplicada contra las imposiciones autoritarias. Tal vez, Occidente nunca tuvo tanto miedo a ser vigilado como a ser obediente.

Cubrirse la cara es una afrenta directa contra la auto-expresión. Apunta a una profundamente arraigada y aún lamentablemente anticuada patología de Occidente: que la auto-expresión es el dogma esencial de todo su diseño ideológico.

El rostro como un proyecto del diseño de tiempo profundo

El rostro es un proyecto de diseño continuo del tiempo profundo. No es un proyecto por ser teológico en su naturaleza, sino porque es la calcificación de la repetición, el deseo, las expresiones, las necesidades y los caprichos, el deseo por sobrevivir y liberarnos de la insuficiencia de un lenguaje escrito y hablado. Durante los últimos seis millones de años, los humanos han optimizado los tejidos faciales duros y blandos para el máximo rango de expresiones faciales por sobre la habilidad de recibir golpes. El rostro es la tecnología genética original que nos hace humanos, pero aún este proceso es inherentemente inhumano y biomecánico.

Nuestros rostros son cortos, pequeños y retraídos bajo una gran caja cerebral globular. La biolingüística dice que los genes son expresados a través del medio ambiente, y no independientemente de éste. Mientras la imagen del rostro podría variar entre poblaciones y generaciones, lo que permanece es nuestra capacidad para identificar y reconocer a otros; para comunicar y señalar una veintena de emociones al pasar o relajar los músculos. La evolución fue el camino para proveer más posibilidades de comunicación no verbal. El proceso de selección de rostros para incrementar el atractivo y suavidad ha resultado en una selección para la disminución del tamaño de los huesos faciales, llamada gracilización (del francés gracile). Es posible decir que vivimos en tiempos de gracilización acelerada: a medida que nuestra caja cerebral se hace más grande, nuestros rostros se vuelven más suaves e incluso más gráciles y de aspecto infantil. A medida que la artificialidad del rostro se vuelve más evidente con la cirugía plástica y el Botox, así como con los filtros faciales y la falsa profundidad, lo intrincado respecto a sus entornos también se vuelve más evidente –y los procesos de retroalimentación que lo diseñan–.

Cascadas trópicas de Botox

El término ecológico cascadas trópicas describe los efectos de una red no lineal cuando un predador entra o sale de un ecosistema. En las cascadas trópicas, los cambios son registrados no solo en las especies adyacentes, como entre predador y presa, sino en múltiples niveles arriba y abajo en la cadena alimenticia. Cuando los lobos son eliminados de un paisaje, entonces los arbustos también –menos lobos significa más ciervos, lo que equivale a menos arbustos–.

El rostro es el sitio donde también ocurren muchos efectos de red no lineales, cambios que ondulan a través del ecosistema. Lejos de ser solo una parte inocente del proceso de embellecimiento, el Botox ha tejido profundos impactos en la fábrica de la vida social humana. Por bizarro que suene, las personas con Botox tienden a cometer más errores cuando interpretan las emociones de otros. De acuerdo a la Hipótesis de Retroalimentación Facial, los rostros participan de un proceso de reflejo natural. No solo transmiten emociones a los demás, sino que también imitan la expresión de los otros −los individuos sienten empatía no sólo por leer el rostro de los demás, sino al coincidir expresiones con ellos−.

En un intento por lograr el atractivo, el Botox vuelve a las personas incluso más aisladas, bloqueando el proceso natural de “reflejo” y la facilidad de interacción social. Solo experimentando emociones internas estamos capacitados para reconocerlas claramente. Las expresiones faciales son reflejadas de la misma manera que las acciones y tanto ver como sentir asco produce una actividad neuronal similar. A su vez, las generaciones formadas por rostros congelados no poseerán el mismo rango de capacidades expresivas. Junto a una conexión en línea aumentada y un distanciamiento de las realidades de la comunicación facial clara, continúa avanzando una nueva era del distanciamiento social.

Esta distancia expresiva se destacó cuando Melania Trump se dirigió a la nación acerca del COVID-19. Para muchos a través de internet el video parecía una falsificación profunda (deepfake) generada por algoritmos faciales. El popular hashtag #fakemelania subrayó la combinación de despersonalizaciones físicas y digitales del rostro. La irrealidad de su rostro es real, pero en vez de algoritmos, es Botox.

Francisco Belarmino, Dentrofuera, 2014.

Realidad construida vs alucinaciones reales

El antropomorfismo es una forma de alucinación. La pareidolia es un sesgo de percepción que indica el reconocimiento de patrones (incluyendo rostros humanos) en objetos inanimados. ¿Cuántos de nosotros ha visto un rostro en las nubes? La pareidolia está enraizada en la historia evolutiva de la especie humana, en tiempos en que distinguir a un humano de un oso era indispensable para la supervivencia. No obstante, nuestra habilidad para ver rostros en patrones es fuertemente correlativa a nuestro deseo de darle sentido al mundo. Tan pronto como alucinamos un rostro humano en la materia inorgánica, nuestro cerebro puede tratarlo como humano, y por tanto como algo que podemos entender y con el cual podemos relacionarnos. La pareidolia subraya numerosas apariciones religiosas, visiones y representaciones, tanto como las imágenes de deidades en las rocas. Las alucinaciones suman un valor extra a los objetos ordinarios: pensemos en el caso del sándwich de queso tostado de 10 años con el rostro de la Virgen María que se vendió por $28.000 en eBay. El profundo deseo humano de dar sentido al mundo explica porqué algunas personas ven el rostro de un guerrero muerto o una antigua ciudad en una fotografía de la región de Cydonia en Marte.

Para algunos, el mundo se presenta como un lugar más facial. Las personas neuróticas tienden a ver más rostros ya que están acostumbradas a percibir que la realidad está llena de peligros. ¿Percibiremos una ciudad llena de rostros como una ciudad segura, o nos conducirá a una paranoia de vigilancia indefensa? La pareidolia es casi un bicho bizarro que aparece no solo en la mente humana, sino también en los sistemas que creamos: el algoritmo ML entrenado para reconocer rostros comienza a verlos en todo tipo de combinaciones de ojos y bocas, produciendo un sueño despierto automatizado. La pareidolia (tanto en wetware como en software) nos permite preguntarnos qué tipo de alucinaciones querríamos seguir entreteniendo y cuáles podríamos necesitar dejar ir.

El rostro que se avecina

El rostro que se avecina será una malla de rasgos colectivos alucinados, más que una suma de agentes individualizados y auto-interesados. A medida que llegamos a entender los espacios de interacción social como procesos a una escala planetaria, la red de nuestras vidas, mediada por el rostro, se vincula a una infraestructura global. Cada día el rostro ingresa más, como un registro de propiedad, en escuelas, pagos, reuniones e intercambios culturales.

En el contexto espacial, los rostros son como una cartografía distribuida de atención, salud y emociones. Este mapa distribuido de los rostros acarrea un inmenso valor. Una arquitectura de red de visión artificial y global agrega datos, una economía facial para comprar y vender tanto atención como emoción en el mercado global.

En esta cartografía, el rostro se volverá a convertir en documento por sí mismo. Nunca más será necesaria una tarjeta de identificación, registro de votación o pasaporte para representar la identidad de un usuario. Tampoco será necesario pasar una tarjeta de plástico con chip. El rostro, la voz y el genoma del ser humano se convertirán en un banco de detalles, prueba de propiedad, tarjeta de acceso y así. A medida que se desarrollan muchas de estas nuevas tecnologías, una nueva era de arquitectura técnica híper-higiénica es diseñada para enmarcarlas en la ciudad. Pero el ideal no es un Neo-Shangai glorificado. En su lugar, lucirá más como el campo de refugiados Zaatari en Jordania –una ciudad de 70.000 habitantes que funciona con moneda blockchain, pagos a través de iris e interfaces de reconocimiento facial–. En los últimos veinte años, Zaatari ha sido la ciudad del futuro.

El rostro como infraestructura –o más específicamente, el rostro como unidad central de valor en sistemas técnicos planetarios y construcciones culturales– se ha hecho inmediatamente visible por la propagación del COVID-19, tanto por la masificación del uso de mascarillas como por el desmoronamiento de su suministro.

Mientras el rostro está cada vez más integrado y operacionalizado con el medio ambiente, nos preguntamos: ¿Cuál es el rostro que viene? ¿Cuál es el rostro necesario en tiempos de cambio climático, y cómo será integrado en este nuevo entorno?

Francisco Belarmino, Sobre la preproducción o el deseo de imágenes, 2016.

Condiciones de sitio para el diseño a escala planetaria

Decir que el rostro es infraestructura introduce una contradicción en el término. El rostro representa la superficie, la forma, el caparazón, la imagen, la fachada. Pensemos en el rostro humano, sus tejidos blandos, filtros faciales, muecas, maquillaje, avatares, máscaras. Infraestructura, por otro lado, es lo que se encuentra debajo (del Latín infra), a menudo en el subsuelo, a veces oculto intencionalmente, escondido en el fondo o a plena vista. Pensemos en los cables transatlánticos de internet, la disposición de los huesos en nuestro cráneo, el teclado QWERTY, la gramática, las vías del tren, los conductos de agua municipales y los organismos gubernamentales. Podría decirse que la infraestructura es la retaguardia (backend) mientras que el rostros es el frente (frontend).

Pero enmarcar el rostro como infraestructura muestra los casos donde el borde entre parte frontal y parte trasera, o expresión y función, son borrados. En otras palabras, pone en primer plano la infraestructura mientras muestra cómo el rostro humano, a pesar de su expresividad y funciones individuales, siempre ha sido una tecnología que excede lo individual. En Are We Human?, Mark Wigley y Beatriz Colomina examinan la arqueología de la humanidad, señalando cómo los humanos han estado siempre en coevolución con los objetos y los entornos que han diseñado, ampliando por tanto la noción de lo humano. A partir de esto, identificamos la manera en que el rostro es operado por sistemas no-humanos, mezclando y confundiendo las fronteras entre la superficie y el fondo. En este espacio descansa la posibilidad para la coevolución, en que el rostro es la condición de sitio para el diseño a escala planetaria.

¿Cómo se filtra el rostro en la infraestructura? ¿Y viceversa? ¿Es posible que modificando el rostro, la fachada, podamos hackear la estructura subyacente en sí? ¿Cuáles son las maneras en que el rostro está operando y operará como infraestructura crítica?

© Strelka Mag. Junio 2020. Traducido por Diego Maureira y editado por Departamento Estudio de los Medios. Ver publicación original.

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