Nos miran.
Es un rasgo de esta época. El rasgo. Somos mirados todo el tiempo, por todas partes, bajo todas las costuras. No, como antaño, por Dios en la cumbre del cielo o, como mañana, por monigotes verdes desde las estrellas; nos miran aquí y ahora, hay ojos por todos lados, de todo tipo, extensiones maquínicas del ojo, prótesis de la mirada. Y en definitiva, siempre hay en algún lado alguien que supuestamente ve lo que ven esos ojos.
Gerard Wajcman, El ojo absoluto
Las nuevas tecnologías, como lo asevera Wajcman, nos han provisto ojos meduseanos que nunca duermen. Él, como la mayoría de la/os teórica/os e intelectuales que han reflexionado críticamente sobre la hipervigilancia e hipervisibilidad del panóptico digital, no suelen tener redes sociales y solo las observan desde el exterior. Lo sé bien, me preocupé de buscarlos y lo sé también, porque yo fui una de ellos. De hecho, generalmente creemos que si nos mantenemos al margen, podremos ser espectadores más críticos para poder escribir objetivamente sobre las redes sociales desde la distancia.
No es primera vez que reflexiono sobre la imagen en la era digital –cómo no hacerlo, no vivo en una isla desértica–. He escrito anteriormente sobre la borrosidad entre lo público y lo privado en tiempos de internet y redes sociales; sobre la hipervigilancia y las nuevas estructuras panópticas; sobre la hiperproducción de imágenes y la espectacularización de lo cotidiano. Sin embargo, no podría escribir lo que estoy a punto de narrar, si no lo hubiera experimentado en primera persona.
Pues bien, llegó la pandemia, el confinamiento y con ello, los más reacios, los que incluso fueron alguna vez acusados de parias, de antisociales por amigos o conocidos, por no tener Facebook o Instagram, tuvieron la adecuación contextual, o más bien la necesidad humana de dialogar con el mundo durante el encierro.
Los tiempos de pantalla, otrora diabolizados por padres, madres, educadores o profesoras, tuvieron que reinventarse. Algunos aceptaron perder la batalla por un tiempo, otras simplemente se resignaron. Teletrabajo, teleconferencia, tele-educación, reuniones sociales y compras en línea. La posibilidad de una vida digital paralela se convirtió en el nuevo emblema de las realidades dispares, la inequidad social y las brechas generacionales. Así, para los que pudimos o supimos, la pantalla-como-ventana se convirtió en nuestro modus operandi para seguir funcionando laboralmente, socialmente y domésticamente en tiempos de cuarentena.
Todo servía para dialogar, informar o comunicar, aunque fuera a punto de videollamadas, chats o likes. Todo sirvió para crear lo que llamé comuficción[1]. Había un deseo de no perder la cordura, de no perderse en las cuatro paredes del hogar, en las obligaciones domésticas y los compromisos laborales. En efecto, el humano necesita conectarse con sus pares, con sus centros de interés, con sus redes sociales, aunque sea de modo virtual. Somos seres colectivos, somos especies de manada. Incluso, podemos optar por ser solitarios sociales, puesto que hasta los ermitaños necesitan una sociedad de la cual retirarse. Como bien lo dice Emmanuel Hocquard, «El habitante ocasional de la cabaña no es un hombre de los bosques, sino un observador alerta. La cabaña es uno de mis observatorios» (Hocquard: 251). En otras palabras, necesitamos a los otros, incluso para sentirnos solos.
Las diferencias entre personalidades, actividad social y tipos de trabajo se asoman apenas se mira una cuenta. Las personas famosas, los personajes mediáticos, los que las ocupan para difusión profesional o los lisa y llanamente narcisistas suelen tener muchos más seguidores que seguidos. En un extremo, están los “rostros” que postean la mayoría de las veces su propia imagen o eventualmente el tópico de moda para ganar más fama. En el otro, los generosos o simplemente curiosos –o quizás voyeuristas– que tienen mucho menos seguidores que seguidos, postean escuetamente. Aunque son menos, están también los sospechosos de siempre que ocupan apodos indescifrables, no tienen publicaciones y no siguen cuentas, sino que contactan directamente por el chat. Los desesperados son universales y escriben en inglés, castellano o tailandés.
Los pudorosos, cuidadosos y paranoicos suelen tener cuentas privadas. Asimismo son, las de quienes ven en las redes una proyección digital de su habitual círculo social y no pretenden expandirlo exponencialmente. En otras palabras, no se termina siendo influencer teniendo una cuenta privada. Pues, a diferencia de una cuenta abierta y pública, para seguir a alguien, hay que anunciarse y solicitar permiso para poder mirar. Y, si bien Instagram siempre notifica tus nuevos seguidores, la cuenta privada deja al descubierto al individuo, más vulnerable al rechazo, casi como un niño que se acerca a otro en un plaza preguntándole: “¿Quieres jugar conmigo?”, corriendo el riesgo de no ser aceptado.
En Instagram no hay compromiso, ni promesas de continuidad, sea una cuenta privada o pública, avisa tus adiciones, mas no tus pérdidas. A menos que tengas un pequeño número de seguidores que te permita llevar la cuenta o una aplicación para seguimiento de contactos, no te enterarás ni cuándo, ni porqué dejaste de interesar o quizás nunca lo fuiste y solo estaban “vitrineando” tu vida en imágenes, para saber si valías la pena o lo hacían con la esperanza de ser seguidos a su vez. Así funciona y nadie se enoja, pero si eres obsesiva/o, seguramente en tu próxima puesta al día, como una forma simbólica de justicia comunicacional, dejarás también de seguirla/o. Son las reglas del juego, aceptas, desechas, vuelves y botas.
Cinco seguidores, diez, veinte, cien, quinientos, mil, diez mil… ¿A partir de qué número dejas de preguntarte por esas personas que no conoces? ¿Son acaso fútiles preocupaciones de poseedores de cuentas insignificantes? Porque al fin al cabo, la/os instagramers populares, la/os llamada/os influencers, las celebridades y las figuras públicas no dialogan realmente con su público, son más bien monólogos-espectáculos, discursos unilaterales y ficciones de interacción para vender la propia imagen o lisa y llanamente para publicitar cosas que te harán consumir. Todo vale. El día lunes te sumas a la causa de la semana; el miércoles, utilizas tu propia vida, incluso tus hija/os, para vender productos y servicios; el viernes enrostras tu cuerpo, tu viaje o tu fiesta; el domingo, entonas la nueva causa social.
Sin embargo, esa/os no son la/os que interesan aquí, se trata más bien de una tentativa por hacer una tipología del/a instagramer lambda, como tú o como yo, un tipo de usuaria/o que sin duda ha aumentado en tiempos de confinamiento por Pandemia de COVID-19. Son estos los seres que buscaron de algún modo recrear la vida que solían tener, sus redes profesionales, amistosas o familiares. Ese sujeto –sí que sí– es un mundo por descubrir y decodificar. Son estas, divagaciones de una novel en Instagram, las que siguen, aquellas que no podría haber escrito desde el limbo de la teoría:
¿A quién seguir, a quién no seguir? ¿Qué querrá, no la/o conozco? ¿Porqué me quiere seguir si sé que no le agrado? ¿Querrá solo obtener información sobre mis recientes actividades? No hablo con él, no dialogo con ella, hace ya varios años. ¿La/o debería contactar? ¿Tendrá algún sentido, si no hemos hablado en décadas? ¿Para qué forzar las cosas? ¿Qué será de ella/os? La/o recuerdo bien y me gustaría retomar contacto. ¿Dónde y en qué estarán?
Una vez que entras en el juego, asumes las reglas del club.
–Instagram es el reino de la curiosidad inocua, aquí no mata al gato. Solo eliges qué, cómo y cuánto mostrar.
–Instagram es el imperio de la imagen, organiza las comunidades y los centros de interés. Más estos divergen, más se ampliará el espectro de likes. No obstante, como en la vida real, hay jerarquías, alguna/os se esfuerzan, se esmeran para ganárselo, otro/as los obtienen solo por ser quienes son. Alguna/os son generoso/as, empática/os, compasivo/as; otra/os son avaro/as y escueta/os. Alguno/as likean por hábito, por cariño; otra/os por interés o por imagen.
–La mayoría de la veces, el porcentaje de likes representa un pequeño espectro de seguidores. A saber, un diez, veinte o treinta por ciento del total, es relativamente bueno. Tener más, es un éxito, menos… no tanto, por decirlo de algún modo.
Junto con la cantidad, claramente se podría esbozar una tipología de likes.
1. Hay likes burocráticos e interesados. Lo hago porque quiero algo de ti, ya que quiero que me mires también, y como te he likeado, espero que hagas lo mismo y pronto te lo haré saber.
2. Hay likes políticamente correctos. Siguen la corriente y reivindican los tópicos de moda.
3. Hay likes comunicacionales. La vanagloria está normalizada y la presunción socialmente aceptada. Refriegan los logros y éxitos profesionales.
4. Hay likes cotidianos. Gustan de la humanidad y el realismo en apariencia puro. Mientras más se parezcan las imágenes a la banalidad de tu vida privada, más serán apreciadas. Escenas domésticas, retratos de hija/os pequeños, comidas y mascotas son los temas predilectos.
5. Hay likes eruditos y respetables. Son la antítesis de los cotidianos. Si no tienes nada relevante, si no entregas contenidos y mensajes, mejor no postees.
6. Hay likes históricos y nostálgicos. A la gente le encantan las historias y la Historia. Archivos, fotografías vintage y relatos misceláneos de otros tiempos serán siempre bienvenidos. Sé un cuenta-cuentos.
7. Hay likes honestos, amables o sistemáticos. Estos corresponden al menos al diez por ciento de tus seguidores. No es necesariamente tu grupo de amigos cercanos en el mundo real. Hay simplemente afinidad en torno a ciertas cosas. Les da un poco lo mismo que postées tonteras o lugares comunes, simplemente les caes bien. Es como el grupo de amiga/os y tienen mucho en común contigo. En la vida real posiblemente podrían tornarse cercano/as y se tomarían una cerveza o un café junta/os.
8. No hay likes, o los no-likes problemáticos. Deberían venir de las y los que alguna vez fueron tus amiga/os en el mundo real. No los likeas, ella/os tampoco te lo hacen a ti. No lo saben, pero están silenciados, y tú seguramente también lo estás en sus cuentas. Alguna vez fueron cercano/as y de hecho, Instagram te refriega en la cara que dejaron de serlo, que ya no tienen nada en común. Instagram te recuerda que no son meros conocida/os para poder formar parte de los likes amables, pero tampoco son lo suficientemente amigo/as para resistir el paso del tiempo y corresponder con esos afectos universales que lo superan todo. En otras palabras, los no-likes problemáticos fueron buenos amigos, mas no tus mejores.
Elaborar una lista de supuestos, características y gustos tan solo basada en la aparición y suma de pequeños corazones rojos, parece algo rebuscado. ¿No estaré acaso sobre-interpretando? Los likes son solo imágenes, específicamente ínfimos símbolos que pertenecen al regimen de los signos: un simple corazón delineado en negro que al presionarse se rellena de color rojo. Por otro lado, cabe notar que los corazones llenos del “me gusta” y los corazones que permanecen vacíos del “me es indiferente” son de alguna forma distintos a los pulgares “hacia abajo” o los “no-me-gusta” de otras redes sociales. En Instagram, en el peor de los casos, solo hay indiferencia. Mas, en la era de la hipervisibilidad virtual y del “autodiseño y narcisismo productivo” acuñado por Boris Groys, la invisibilidad puede ser más drástica que el rechazo, pues al parecer, según el mismo autor, el sujeto contemporáneo dedica buena parte de su tiempo a diseñar su propia imagen para gustarle al resto de la sociedad (Groys, 2017).
Mucho se ha escrito sobre la cultura narcisista contemporánea y la sobreproducción de imágenes, asimismo sobre la necesidad humana de ser deseado y aceptado por el resto, sin embargo, poco hemos pensado aún sobre las extrañas relaciones que se instalan entre nosotra/os en las redes sociales. Un humorista marroquí, Gad Elmaleh, lo representó de forma magistral en un stand up comedy, imaginando nuestros comportamientos digitales en el espacio físico, recreando el acto de invitar a alguien: “Hola, ¿puedes ser mi amigo?” o diciéndole “¿Te puedo seguir?” Hay algo de honestidad brutal e infantil en ello, sin matices, ni contexto y me pregunto, así como nos estamos volviendo cada vez más torpes al escribir a mano, si perderemos el hábito de asumir que es absolutamente necesario y fructífero no gustarle a todo el mundo.
Bibliografía
Groys, Boris (2017). «Autodiseño, o narcisismo productivo». En ARQ (Santiago), n.95, pp.140-145. Disponible en http://dx.doi.org/10.4067/S0717-69962017000100140.
Hocquard, Emmanuel. (2001). Ma haie. P.O.L. Epígrafe en Notas sobre la cabaña. Gilles Tiberghien. (2017). Madrid: Biblioteca Nueva, co. Paisaje y Teoría.
[1] Palabra que creé humorísticamente en un posteo en IG, definiéndola como “Neologismo acuñado por Nathalie Goffard durante la cuarentena por COVID-19, que refiere a un ficticio sentimiento de comunidad, a una aparente sensación de colectividad y conectividad que sucede en el espacio virtual y se da especialmente en las redes sociales. Por el simple acto de comunicar, compartir y a su vez, recibir reacciones, ya sean likes, emojis o comentarios. El o la usuaria(o) opta por creer que es cierto, que está habitando el mundo exterior, aunque en realidad está sola(o) interactuando frente a una pantalla”. Disponible en @nathaliediletante, posteado el 18 de junio de 2020.