Arte, tecnología y humanismo

Ferrandy, Sin título, 2019.

En la imaginación pública, la tecnología está asociada la mayoría de las veces con las revoluciones tecnológicas y con la aceleración de los cambios tecnológicos. Pero, en realidad, el objetivo de la tecnología es completamente lo opuesto. Así, en su famoso ensayo acerca de la pregunta sobre la tecnología, Heidegger dice correctamente que su principal objetivo es asegurar el almacenamiento y la disponibilidad de recursos y mercancías[1]. Muestra que históricamente el desarrollo de la tecnología ha apuntado a la disminución de la dependencia de los seres humanos respecto a los accidentes a los cuales el suministro natural de recursos se encuentra inevitablemente propenso. Uno se vuelve cada vez más independiente del sol al almacenar energía en sus diferentes formas –y en general nos volvemos independientes a las estaciones del año y a la inestabilidad del clima–. Heidegger no dice esto explícitamente, pero la tecnología es para él, ante todo, la interrupción del flujo del tiempo, la producción de reservas de tiempo en las que éste deja de fluir hacia el futuro –de este modo un retorno a momentos previos del tiempo se vuelve posible–. Así, podemos regresar a un museo y encontrar ahí la misma obra de arte que contemplamos durante una visita previa. De acuerdo a Heidegger, el objetivo de la tecnología es precisamente inmunizar al hombre contra el cambio, liberar al humano de su dependencia a la naturaleza (physis), el destino, los accidentes. Heidegger obviamente ve este desarrollo como algo extremadamente peligroso. Pero, ¿por qué?

Heidegger explica esto de la siguiente manera: si todo se vuelve un recurso que es almacenado y puesto a disposición, entonces el ser humano también comienza a ser considerado como un recurso –como capital humano, diríamos hoy en día, como una colección de energías, capacidades y habilidades–. De esta manera, el humano se degrada; a través de una búsqueda por estabilidad y seguridad, se convierte a sí mismo en una cosa. Heidegger cree que sólo el arte puede salvar al humano de esta denigración. Cree esto porque, como explica en su texto anterior El origen de la obra de arte, el arte no es sino la revelación de la manera en que usamos las cosas –y, si uno quiere, de la manera en que somos usados por las cosas[2]–. En este punto es importante señalar que para Heidegger la obra de arte no es una cosa, sino una visión que se abre al artista en la claridad de su Ser. En el momento en que la obra de arte entra al sistema artístico como una cosa particular, deja de ser una obra de arte –convirtiéndose simplemente en un objeto disponible para la venta, compra, transporte, exhibición, etc.–. La claridad del Ser se cierra. En otras palabras, a Heidegger no le gusta la transformación de una visión artística en una cosa. Y, de la misma manera, no le gusta la transformación del ser humano en una cosa. La razón de la aversión de Heidegger hacia la transformación del humano en una cosa es clara: en ambos textos citados más arriba, Heidegger afirma que en nuestro mundo, las cosas existen como herramientas. Para Heidegger, devenir objetivado, mercantilizado, etc., significa devenir usado. Pero, ¿es esta ecuación entre una cosa y una herramienta realmente válida?

Yo afirmaría que en el caso de las obras de arte no es válida. Por supuesto que es verdad que una obra de arte puede funcionar como un bien de mercado y una herramienta. Pero como un bien de consumo una obra de arte es distinta a otro tipo de mercancías. La diferencia de base es esta: como regla, cuando consumimos mercancías, las destruimos a través del acto del consumo. Si el pan es consumido (por ejemplo, comido) desaparece, deja de existir. Si el agua es bebida, también desaparece (consumo es destrucción, de ahí es la frase “la casa fue consumida por el fuego”). Ropa, autos, etc., se degastan y finalmente destruyen en el proceso de su uso. Sin embargo, las obras de arte no se consumen de esta forma: no son usadas y destruidas, sino solamente exhibidas o miradas. Y son mantenidas en buenas condiciones, restauradas, etc. Por lo tanto, nuestro comportamiento hacia ellas es diferente de la práctica normal del consumo/destrucción. El consumo de la obra de arte es sólo la contemplación de ésta, y la contemplación deja a la obra de arte libre de daños.

Paula Henríquez, Sin título, 2020.

De hecho, este estatuto de la obra de arte como un objeto de contemplación es relativamente nuevo. La actitud contemplativa clásica se dirigía hacia objetos eternos e inmortales como las leyes de la lógica (Platón, Aristóteles) o Dios (teología medieval). El cambiante mundo material en el cual todo es temporal, finito y mortal era entendido no como un espacio de vita contemplativa sino como vita activa. En consecuencia, la contemplación de las obras de arte no está legitimada ontológicamente de la misma forma que la contemplación de la verdad de la razón y de Dios. Más bien, esta contemplación es posible gracias a la tecnología de almacenamiento y preservación. En este sentido, el museo es otra instancia de tecnología que, de acuerdo a Heidegger, pone en peligro a la humanidad convirtiéndola en un objeto.

En efecto, el deseo de protección y auto-protección nos hace dependientes de la mirada del otro. Y la mirada del otro no es necesariamente la mirada amorosa de Dios. El otro no puede ver nuestra alma, nuestros pensamientos, aspiraciones, planes. Es por eso que Jean-Paul Sartre argumentaba que la mirada del otro siempre produce en nosotros el sentimiento de estar en peligro o avergonzados. La mirada del otro descuida nuestras posibles actividades futuras incluyendo nuevas e inesperadas acciones –nos ve como un objeto ya terminado–. Es por eso que, para Sartre, “el infierno son las otras personas”. En su El ser y la nada, Sartre describe la lucha ontológica entre uno mismo y el otro –yo trato de objetivar al otro y el otro trata de objetivarme a mí–. Esta idea de lucha permanente contra la objetivación a través de la mirada del otro permea nuestra cultura. El objetivo del arte se convierte no en atraer sino en escapar a la mirada del otro –en desactivar esta mirada, convertirla en una mirada contemplativa y pasiva–. Entonces, uno se libera del control del otro, pero ¿liberado en qué? La respuesta estándar sería: hacia la vida verdadera. De acuerdo con cierta tradición vitalista, uno vive realmente solo cuando se enfrenta a lo impredecible y siniestro, cuando se está en peligro, cuando se está al borde de la muerte.

Estar vivos no es algo que pueda ser calculado en el tiempo y protegido. La vida se anuncia a sí misma solo a través de la intensidad de los sentimientos, la inmediatez de la pasión, la experiencia directa del presente. No por coincidencia los futuristas italianos y rusos como Marinetti y Malévich llamaban a la destrucción de los museos y monumentos históricos. Su punto no era tanto luchar contra el sistema artístico en sí mismo, sino contra la actitud contemplativa en nombre de la vita activa. Como los teóricos y artistas de la vanguardia rusa decían en su tiempo: el arte no debería ser un espejo sino un martillo. Nietzsche ya había buscado “filosofar con un martillo”. (Trotsky dice en Literatura y revolución: “incluso el manejo de un martillo se enseña con la ayuda de un espejo”.) La vanguardia clásica quería acabar con la protección estética del pasado y del status quo, con el propósito de cambiar el mundo. Sin embargo, esto implicaba un rechazo a la auto-protección, ya que este cambio se proyectaba como algo permanente. Así, una y otra vez los artistas de la vanguardia insistieron en aceptar la futura destrucción de su propio arte por las generaciones que los seguirían, quienes construirían un nuevo mundo en el cual no habría lugar para el pasado. Esta lucha contra el pasado fue entendida además por las vanguardias artísticas como una lucha contra el arte. Sin embargo, desde sus inicios el arte en sí mismo ha sido una forma de lucha contra el pasado –la estetización es una forma de aniquilación–.

Fue de hecho la Revolución Francesa la que convirtió cosas que eran anteriormente utilizadas por las iglesias y la aristocracia, en obras de arte, es decir, en objetos que fueron exhibidos en museos (originalmente el Louvre) –objetos solo para ser mirados–. El secularismo de la Revolución Francesa abolió la contemplación de Dios como el mayor objetivo de la vida, y lo reemplazó por la contemplación de “hermosos” objetos materiales. En otras palabras, el arte en sí mismo fue producido por la violencia revolucionaria –y fue, desde sus inicios, una forma moderna de iconoclasia–. De hecho, en la historia premoderna un cambio de regímenes y convenciones culturales, incluyendo religiones y sistemas políticos, conduciría a una iconoclasia radical: a la destrucción física de objetos relacionados a formas culturales y creencias previas. Pero la Revolución Francesa ofrecía una nueva forma de lidiar con las cosas valiosas del pasado. En vez de ser destruidas, estas cosas fueron desfuncionalizadas y presentadas como arte. Es esta transformación revolucionaria del Louvre la que Kant tiene en mente cuando escribe en su Crítica de la facultad de juzgar:

“Si alguien me pregunta si encuentro hermoso el palacio que tengo frente a mí, puedo decir que no me gustan ese tipo de cosas …; en el verdadero estilo Rousseauanesco, podría incluso vilipendiar la vanidad de los grandes que desperdician el sudor de la gente en cosas tan superfluas … Todo esto me puede ser concedido y aprobado; pero eso no es lo que está en discusión aquí …  Uno no debe estar en absoluto sesgado a favor de la existencia de la cosa, sino que debe ser totalmente indiferente a este respecto para jugar al juez en la cuestión del gusto”[3].

En otras palabras, la Revolución Francesa introdujo un nuevo tipo de cosas: herramientas desfuncionalizadas. En consecuencia, para los seres humanos, devenir una cosa ya no significaba devenir en herramienta. Por el contrario, devenir una cosa podía ahora significar devenir obra de arte. Y para los seres humanos, devenir una obra de arte significa precisamente lo siguiente: salir de la esclavitud, siendo inmunizado contra la violencia.

Francisca Parra, ✧ ・゚: *✧・゚:✧*:・゚✧ ・゚: *✧・゚:✧*・゚::✧*:・゚✧ ・゚: *✧・゚:✧*:・゚dreaming, 2020.

De hecho, la protección de los objetos artísticos se puede comparar a la protección sociopolítica del cuerpo humano –esto es, la protección proporcionada por los derechos humanos que fue introducida también por la Revolución Francesa–. Hay una relación cercana entre arte y humanismo. De acuerdo a los principios del humanismo, los seres humanos solo pueden ser contemplados, no utilizados activamente –no asesinados, violados, esclavizados, etc.–. El programa humanista fue resumido por Kant en su famosa afirmación de que, en una sociedad iluminada, secular, el hombre nunca debe ser tratado como un medio, sino sólo como un fin. Es por eso que vemos la esclavitud como algo bárbaro. Pero usar una obra de arte de la misma manera en que usamos otras cosas y mercancías también significa actuar de manera barbárica. Lo más importante aquí es que la mirada secular define a los humanos como objetos que tienen cierta forma –es decir, forma humana–. La mirada humana no ve el alma, ese es el privilegio de Dios. La mirada humana solo ve el cuerpo humano. Por lo tanto, nuestros derechos están relacionados con la imagen que ofrecemos a la mirada de los otros. Por eso nos interesa tanto la imagen. Y es también por esto que estamos interesados en la protección del arte. Los seres humanos están protegidos solo en la medida en que son percibidos por otros como obras de arte producidas por los más grandes artistas: la naturaleza misma. No por casualidad en el siglo XIX, el siglo del humanismo por excelencia, la forma del cuerpo humano fue considerada como la más hermosa de todas las formas, más bella que los árboles, los frutos y las cascadas. Y, por supuesto, los humanos están muy conscientes de su estatuto como obra de arte –y tratan de mejorar y estabilizar ese estado–. Los seres humanos tradicionalmente desean ser deseados, admirados, vistos, para sentirse como una obra de arte especialmente preciosa.

Alexandre Kojève creía que el deseo de ser deseado, la ambición de ser socialmente reconocidos y admirados, es precisamente lo que nos hace humanos, lo que nos distingue de los animales. Kojève refiere a este deseo como un deseo genuinamente “antropogénico”. Este es el deseo no por cosas particulares sino por el deseo del otro: “Así, en la relación entre hombre y mujer, por ejemplo, el Deseo es humano sólo si uno desea no el cuerpo sino el deseo del otro”[4]. Es este deseo antropogénico el que da inicio y movimiento a la historia: “La historia humana es la historia de los Deseos deseados”[5]. Kojève describe la historia como movilizada por los héroes que fueron empujados al autosacrificio en nombre de la humanidad por este deseo específicamente humano: el deseo de reconocimiento, de convertirse en un objeto admirado y amado por la sociedad. El deseo de deseo es lo que produce la autoconciencia, tanto como, podríamos decir, al “yo” como tal. Pero, al mismo tiempo, este deseo de deseo es lo que convierte al sujeto en un objeto –en última instancia, un objeto muerto–. Kojève escribe: “Sin esta lucha a muerte por puro prestigio, nunca habría habido seres humanos en la Tierra”[6]. El sujeto del deseo de deseo no es “natural” porque está dispuesto a sacrificar todas sus necesidades naturales e incluso su existencia “natural” por la Idea abstracta de reconocimiento.

En este punto el hombre crea un segundo cuerpo, por así decirlo, un cuerpo que se vuelve potencialmente inmortal –y protegido por la sociedad, al menos mientras el arte como tal esté públicamente protegido por la Ley–. Podemos hablar aquí de la extensión del cuerpo humano por el arte, hacia una inmortalidad producida técnicamente. De hecho, después de la muerte de importantes artistas, sus obras siguen siendo coleccionadas y exhibidas, de modo que cuando vamos a un museo decimos, “veamos a Rembrandt y Cézanne” en lugar de “veamos las obras de Rembrandt y Cézanne”. En este sentido, la protección del arte extiende la vida de los artistas, convirtiéndolos en obras de arte: en el proceso de autoestetización, crean su propio nuevo cuerpo artificial como objeto valioso y precioso que solo puede ser contemplado, no usado.

Por supuesto, Kojève creía que solo los grandes hombres (pensadores, héroes revolucionarios y artistas) podían convertirse en objetos de reconocimiento y admiración por las generaciones venideras. Sin embargo, hoy en día casi todo el mundo practica la autoestética, el autodiseño. Casi todos quieren convertirse en un objeto de admiración. Los artistas contemporáneos trabajan utilizando internet. Esto hace obvio el cambio en nuestra experiencia contemporánea del arte. Las obras de un artista en particular se pueden encontrar en internet cuando busco su nombre en Google, y me las muestra en el contexto de otra información que encuentro en internet sobre este artista: biografía, otras obras, actividades políticas, revisiones críticas, detalles de la vida personal del artista, etc. Aquí no me refiero al sujeto ficticio y autoral que supuestamente inviste la obra de arte con sus intenciones y con significados que deben ser descifrados y revelados hermenéuticamente. Este tema autoral ya ha sido deconstruido y proclamado muerto muchas veces. Me refiero a la persona real que existe en la realidad off-line a la que se refieren los datos de internet. Este autor utiliza internet no solo para producir arte, sino también para comprar boletos, hacer reservas en restaurantes, manejar negocios, etc. Todas estas actividades tienen lugar en el mismo espacio integrado de internet y todas ellas son potencialmente accesibles para otros usuarios.

Aquí la obra de arte se convierte en «real» y profana porque se integra en la información sobre su autor como una persona real y profana. El arte se presenta en internet como un tipo específico de actividad: como documentación de un proceso de trabajo real que tiene lugar en el mundo real, offline. De hecho, en internet, el arte opera en el mismo espacio que la planificación militar, los negocios turísticos, los flujos de capital, etc. Google muestra, entre otras cosas, que no hay muros en el espacio de internet. Un usuario no pasa del uso cotidiano de las cosas a su contemplación desinteresada, más bien utiliza la información sobre el arte de la misma manera en que usa la información sobre todas las demás cosas del mundo. Aquí las actividades artísticas finalmente se convierten en actividades «normales», actividades reales –no diferentes de cualquier otra práctica útil o no tan útil–. El famoso eslogan de convertir el «arte en vida» pierde su significado porque el arte ya se ha convertido en parte de la vida, en una actividad práctica entre otras actividades. En cierto sentido, el arte vuelve a su origen, a la época en que el artista era un «ser humano normal», un trabajador manual o un performer (entertainer). Al mismo tiempo, en internet todos los seres humanos normales se convierten en artistas: producen y envían selfies y otras imágenes y textos. Hoy en día, la práctica de la autoestetización involucra a cientos de millones de personas.

Y no solo los humanos mismos, sino también sus espacios vitales se han convertido cada vez más en espacios protegidos estéticamente. Museos, monumentos, incluso grandes áreas de las ciudades se han vuelto protegidas del cambio porque han sido estetizadas como parte de un patrimonio cultural dado. Esto no deja mucho espacio para el cambio urbano y social. En efecto, el arte no quiere el cambio. El arte tiene que ver con el almacenamiento y la conservación, es por eso que el arte es profundamente conservador y tiende a resistir el movimiento del capital y la dinámica de la tecnología contemporánea que destruye permanentemente las antiguas formas de vida y los espacios artísticos. Puedes llamarlo “turbo-capitalismo” o “neoliberalismo”, como sea, el desarrollo económico y tecnológico contemporáneo está dirigido contra cualquier política de protección con motivación estética. Aquí el arte se vuelve activo, y más específicamente, políticamente activo. Podemos hablar de una política de resistencia, de que la protección artística se convierta en una política de resistencia. La política de la resistencia es la política de la protesta. Aquí el arte pasa de la contemplación a la acción. Pero la resistencia es una acción en nombre de la contemplación, una reacción al flujo de cambios políticos y económicos que hacen imposible la contemplación. (En un seminario que dicté sobre la historia de la vanguardia, una estudiante española –creo que era de Cataluña– quería escribir un artículo basado en su propia participación en un movimiento de protesta en su ciudad natal. Este movimiento trataba de proteger el aspecto tradicional de la ciudad contra la invasión de marcas comerciales globales. Ella creía sinceramente que este movimiento era un movimiento de vanguardia, porque era un movimiento de protesta. Sin embargo, para Marinetti, este sería un movimiento anticuado (pasadista) –precisamente lo opuesto a lo que él quería–.)

¿Cuál es el significado de esta resistencia? Yo diría que demuestra que la utopía venidera ya ha llegado. Muestra que la utopía no es algo que tenemos que producir o lograr. Más bien, la utopía ya está aquí, y debe ser defendida. ¿Qué es entonces la utopía? Es el estancamiento estetizado, o más bien, el estancamiento como un efecto de la estetización total. De hecho, el tiempo utópico es tiempo sin cambio. El cambio siempre es provocado por la violencia y la destrucción. Por lo tanto, si el cambio fuera posible en la utopía, entonces no sería una utopía. Cuando se habla de utopía, a menudo se habla de cambio –pero este es el cambio final y último, el cambio desde el cambio hacia ningún cambio–. La utopía es una obra de arte total en la que la explotación, la violencia y la destrucción se vuelven imposibles. En este sentido, la utopía ya está aquí y está creciendo permanentemente. Se puede decir que la utopía es el estado final del desarrollo tecnológico. En esta etapa, la tecnología se vuelve auto-reflexiva. Heidegger, como muchos otros autores, temía por la perspectiva de este giro auto-reflexivo porque creía que significaría la instrumentalización total de la existencia humana. Pero, como he tratado de demostrar, la auto-objetivación no conduce necesariamente a la auto-utilitarización. También puede conducir a una autoestetización que no tiene un objetivo fuera de sí mismo y, por lo tanto, es lo opuesto a la instrumentalización. De esta manera, la utopía secular realmente triunfa, como el último cierre de la tecnología en sí misma. La vida comienza a coincidir con su inmortalización, y el flujo del tiempo con su inmovilización.

Sin embargo, la inversión utópica de la dinámica tecnológica sigue siendo incierta debido a su falta de garantía ontológica. De hecho, se puede decir que el arte más interesante del siglo XX se dirigió hacia la posibilidad escatológica de la destrucción total del mundo. El arte de la vanguardia temprana manifestó una y otra vez la explosión y destrucción del mundo familiar. Así, a menudo se le acusaba de disfrutar y celebrar una catástrofe mundial. La acusación más famosa de este tipo fue formulada por Walter Benjamin al final de su ensayo La obra de arte en la era de su reproducibilidad tecnológica[7]. Benjamin creía que la celebración de la catástrofe mundial –tal como la practicaba, por ejemplo, Marinetti– era fascista. Aquí, Benjamin define el fascismo como el punto más alto del esteticismo: el disfrute estético de la violencia y la muerte definitivas. De hecho, uno puede encontrar muchos textos de Marinetti que estetizan y celebran la destrucción del mundo familiar (y sí, Marinetti era cercano al fascismo italiano). Sin embargo, el disfrute estético de la catástrofe y la muerte ya fue discutido por Kant en su teoría de lo sublime. Allí Kant preguntó cómo era posible disfrutar estéticamente del momento de peligro mortal y la perspectiva de la autodestrucción. Kant dice más o menos lo siguiente: el sujeto de este disfrute sabe que este tema es razonable –y la razón inmortal e infinita sobrevive a cualquier catástrofe en la que el cuerpo humano material perecería–. Es precisamente esta certeza interna –que la razón sobrevive a cualquier muerte particular– lo que le da al sujeto la capacidad de estetizar el peligro mortal y la catástrofe que se avecina.

El hombre moderno, post-espiritual, ya no cree en la inmortalidad de la razón o del alma. Sin embargo, el arte contemporáneo todavía está dispuesto a estetizar la catástrofe porque cree en la inmortalidad del mundo material. En otras palabras, cree que incluso si el sol explotara, solo significaría que las partículas elementales, los átomos y las moléculas se liberarían de su sumisión al orden cósmico tradicional, y así se revelaría la materialidad del mundo. Aquí la escatología permanece apocalíptica, en el sentido de que el fin del mundo se entiende no solo como la interrupción del proceso cósmico, sino también como la revelación de su verdadera naturaleza.

De hecho, Marinetti no solo celebra la explosión del mundo; también hace explotar la sintaxis de sus propios poemas, liberando así el material sonoro de la poesía tradicional. Malévich comienza la fase radical de su práctica artística con su participación en una producción de la ópera Victoria sobre el sol (1913), en la cual también participaron todas las principales figuras de la vanguardia rusa temprana. La ópera celebra la desaparición del sol y el reinado del caos. Pero para Malévich esto solo significa que todas las formas de arte tradicionales se destruyen y el material del arte –en primer lugar, el color puro– se revela. Por eso Malévich habla de su propio arte como “Suprematista”. Este arte demuestra la supremacía final de la materia sobre todas las formas producidas de manera natural y artificial, formas a las cuales la materia fue previamente esclavizada. Malévich escribe: “Pero me transformé en el cero de las formas y salí de 0 como 1”[8]. Esto significa precisamente que sobrevivió a la catástrofe del mundo (punto cero) y se encuentra a sí mismo al otro lado de la muerte. Más tarde, en 1915, Malévich organizó la exposición 0.10, presentando a diez artistas que también sobrevivieron al fin del mundo y pasaron por el punto cero de todas las formas. Aquí no es la destrucción y la catástrofe las que están estetizadas, sino el resto material que inevitablemente sobrevive a dicha catástrofe.

La falta de cualquier garantía ontológica fue expresada poderosamente por Jean-François Lyotard en su ensayo ¿Puede el pensamiento seguir sin un cuerpo? (1987). (Este ensayo fue incluido en un libro de Lyotard con el apropiado título de Lo inhumano.) Lyotard comienza su ensayo con una referencia a la predicción científica de que el sol explotará en 4.500 millones de años. Él escribe además que este cataclismo inminente es, en su opinión,

“La única pregunta seria para enfrentar a la humanidad hoy. En comparación, todo lo demás parece insignificante. Guerras, conflictos, tensiones políticas, cambios de opinión, debates filosóficos, incluso las pasiones –todo está muerto si esta reserva infinita de la que ahora extraes energía … muere con el sol”[9]

La perspectiva de la muerte de la humanidad parece ser distante, pero ya nos envenena y hace que nuestros esfuerzos no tengan sentido. Entonces, según Lyotard, el asunto real es la creación de un nuevo hardware que pueda reemplazar al cuerpo humano, de modo que el software humano, por ejemplo, el pensamiento, pueda reescribirse para esta nueva estructura de soporte de medios. La posibilidad de una reescritura de este tipo viene dada por el hecho de que “la tecnología no fue inventada por nosotros los humanos”[10]. El desarrollo de la tecnología es un proceso cósmico en el cual los humanos solo participan de forma episódica. De esta manera, Lyotard abrió el camino para pensar en lo posthumano o lo transhumano de una manera que cambia el enfoque desde el software (actitudes, opiniones, ideologías) hacia el hardware (organismo, máquina, sus combinaciones, procesos cósmicos y eventos).

Day Tatts, ***** ##*##* **, 2020.

Aquí, Lyotard dice que el hombre debe ser superado, no para que pueda convertirse en el animal perfecto (el Übermenschen nietzscheano), sino más bien para que pueda lograrse una nueva unidad entre el pensamiento y su estructura inorgánica, inhumana (porque no es animal). La reproducción natural del animal humano debe ser reemplazada por su reproducción mecánica. Aquí uno puede, por supuesto, lamentar la pérdida del aura humanista tradicional. Sin embargo, Walter Benjamin ya aceptó la destrucción del aura, como una alternativa al momento aurático de la destrucción total del mundo.

Las prácticas artísticas y los discursos de la vanguardia clásica fueron, en cierto modo, prefiguraciones de las condiciones en las que existen nuestros segundos cuerpos, de producción propia, cuerpos artificiales en el mundo de los medios contemporáneos. Los elementos de estos cuerpos –obras de arte, libros, películas, fotos– circulan globalmente en forma dispersa. Esta dispersión es aún más obvia en el caso de internet. Si uno busca en internet un nombre en particular, encuentra miles de referencias que no forman ninguna unidad. Así, uno tiene la sensación de que estos cuerpos secundarios, auto-diseñados, ya están en un estado de explosión en cámara lenta, similar a la escena final de Zabriskie Point de Antonioni. O tal vez están en un estado de descomposición permanente. La lucha eterna entre Apolo y Dioniso, como la describe Nietzsche, conduce aquí a un resultado extraño: el cuerpo auto-diseñado está desmembrado, disperso, descentrado, incluso explotado (pero aún mantiene su unidad virtual). Sin embargo, esta unidad virtual no es accesible a la mirada humana. Solo los programas de vigilancia y búsqueda como Google pueden analizar internet en su totalidad, y así identificar los segundos cuerpos de personas vivas y muertas. Aquí, una máquina es reconocida por una máquina, y un algoritmo es reconocido por otro algoritmo. Tal vez sea una prefiguración de la condición que Lyotard nos advirtió, en la que la humanidad persiste después de la explosión del sol.

Una versión de este ensayo se presentó originalmente en el Walker Art Center como parte de Avant Museology, un simposio de dos días copresentado por el Walker Art Center, e-flux y la Universidad de Minnesota Press. La documentación en video de la conferencia original en el Walker se puede encontrar aquí[11].

© Revista e-flux. Journal #82. Mayo 2017. Traducido por Alejandro de la Fuente y editado por Departamento de Estudio de los Medios.


[1] Martin Heidegger, La cuestión de la técnica y otros ensayos (Nueva York: Harper Perennial, 2013).
[2] Martin Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en Escritos fundamentales (Nueva York: Harper Perennial, 2008).
[3] Immanuel Kant, Crítica de la facultad de juzgar, ed. Paul Guyer, trad. Paul Guyer y Eric Matthews (Cambridge: Cambridge University Press, 2000), 90.
[4] Alexandre Kojève, Introducción a la lectura de Hegel (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1980), 5.
[5] Ibid 6-7.
[6] Ibid 6.
[7] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y otros escritos sobre los medios (Cambridge, MA: Belknap Press, 2008).
[8] Kazimir Malévich, “Sobranie sochinenii”, vol. 1 (Moscú: Gilea, 1995), 34.
[9] Jean-François Lyotard, Lo Inhumano: Reflexiones sobre el tiempo (Stanford: Stanford University Press, 1992), 9.
[10] Ibid 12.
[11] http://www.walkerart.org/channel/2016/avant-museology-boris-groys

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